29 de marzo de 2024 7:37 AM

Proyecto hambre/ por Martín Caparrós

Estoy lejos de casa –y en un lío. En Dacca, Bangladesh, acabo de empezar el trabajo de campo para un libro que llevo años preparando. Todavía no sé su título pero sé que seguramente incluirá la palabra hambre, porque de eso se trata: una crónica/ensayo sobre uno de los temas más manidos y olvidados de este mundo de olvidos. Y, también: una tentativa de pensar sobre los trucos que nos permiten vivir más o menos tranquilos mientras mil millones de personas pasan hambre, se mueren de hambre. Para intentarlo estoy aquí; para intentarlo voy a seguir en los próximos meses por Asia, África, América Latina. Y a veces este blog mostrará momentos de esa búsqueda: imágenes, fragmentos, confusiones, los apuntes de un trabajo en curso.

Dacca es la capital de Bangladesh: una ciudad de 15 o 20 millones de habitantes -nadie sabe seguro- adonde cada día llegan miles y miles de inmigrantes campesinos que huyen de las deudas, las inundaciones, el hambre, los rencores. Llegan con la ilusión de la ciudad que va a cambiar sus vidas. Muchos de ellos terminan en los inmensos slums –villas miserias, poblaciones, chabolas, favelas, callampas, cantegriles– que la atraviesan. Kamrangirchar, la más grande de todas, es una isla en el río Buriganga. En 1980 tenía 2.800 habitantes; ahora quizá medio millón. Todos son, por lo tanto, migrantes: personas que lo intentan.

Shahalla dice que está atrapada: que no puede salir a trabajar porque no tiene con quién dejar a sus hijos porque en Dacca no tiene familia porque se vinieron del pueblo después de aquella inundación para ver si en Dacca les iba mejor pero no pasó nada, porque el inútil de su marido –dice “el inútil de mi marido” con un odio que le chispa los ojos– no quiere trabajar como debiera, como los hombres deben: que dice que no puede tirar del rickshaw o cargar ladrillos más de diez horas por día, que le duele todo, que ella no sabe lo duro que es eso, y ella que eso es lo que los hombres hacen y él que ella qué sabe y ella que lo que sabe es que. Y que entonces a veces tienen para comer y a veces no, y los días en que sus hijos la miran con hambre calladitos a veces piensa si matarlo no sería mejor y le parece que no pero no está segura.

–Si me meten presa, quién se va a ocupar de los chicos…

Shahalla tiene 23 años, una nena de siete, un nene de uno, y el nene no camina, no crece, no hace dientes, no hace nada de lo que un nene de un año debería. Y últimamente ya no come.

–Siempre comió el arroz que le daba, pero ahora no quiere.

Para muchos, aquí, comida y arroz es la misma palabra. A veces, una vez por semana, un trozo de verdura, la sopita de lentejas; cada mes, cada dos meses, algún resto de carne o medio huevo. Shahalla tiene rasgos tirantes, los huesos muy marcados, y se siente atrapada, dice: que cayó en una trampa. Pero romper un matrimonio es muy difícil cuando una mujer no tiene ninguna otra opción:

–¿Qué voy a hacer, volver a la casa de mi papá en el pueblo? Él ya tiene muchos hijos que mantener, no consigue darles de comer.

Su marido le quitó casi todo pero le dio, al mismo tiempo, una forma de explicar el mundo:

–Todo el problema es él. Si no fuera por él podríamos comer todos los días.

–Si tu marido fuera muy trabajador, ¿podrías tener una casa grande con un baño y una cocina para vos?

–Sí, claro.

Dice Shahalla, y le pregunto qué le gusta hacer cuando no tiene nada que hacer.

–Bueno, siempre tengo algo que hacer. Hay que limpiar, lavar, cocinar, todo el tiempo ocuparse de los chicos.

–Pero si en algún momento no tenés nada…

–Entonces juego con los chicos.

–¿Y alguna otra cosa?

–¿Qué otra cosa?

A Shahalla sus hijos le importan más que nada, y ahora está preocupada: ella sabía que si no comían la pasaban mal pero creía que si al final comían no pasaba más nada, y una médica de MSF le acaba de decir que no es así, que si sus hijos siguen comiendo mal van a tener muchos problemas cuando crezcan porque van a crecer menos y a aprender menos, dice, y que eso le dolió porque ella tendría que haber hecho otra cosa, dice, ser capaz de darles lo que necesitan, dice, una lágrima sola.

 

En Dacca me recibe Médicos sin Fronteras (sección Bélgica), que hace un gran trabajo en su centro de Kamrangirchar tratando la malnutrición crónica en chicos y madres jóvenes. Los MSF ven más de cien pacientes por día, y su principal problema es cómo tratar una enfermedad que sus víctimas no perciben como tal: en general, la malnutrición no mata; matan las enfermedades que un organismo desnutrido no consigue rechazar. O, si no, la malnutrición produce vidas disminuidas: los chicos desnutridos no desarrollan sus cuerpos y sus mentes, se condenan a vivir poquito.

 

Mohamed Masum llegó de su pueblo hace tres meses, lleno de ilusiones. Mohamed tenía un trozo de tierra que plantaba –arroz, algún platano, algún mango– pero tuvo que dejarlo: desde que se casó, sus hermanos le hacían la vida imposible.

-No sé, no les gustaba Asma, me decían que era pobre, que no tenía dote.

Pero él la había visto en el pueblo, le gustaba, le dijeron que era trabajadora y buena y decidió casarse; al final sus hermanos la aceptaron y todo se tranquilizó. O eso parecía; ahora, con la enfermedad de su padre –cuando todos saben, dice, que su padre se va a morir muy pronto– las peleas por la herencia se pusieron tan brutas que él prefirió vender su parte e irse.

–¿Es una herencia grande?

–Y, sí. Son tres trozos de tierra de cuarenta o cincuenta metros cada uno.

A Mohamed no le importó: hacía tiempo que quería venir a Dacca. Siempre le habían dicho que en la ciudad la vida era otra cosa.

–Yo sabía que la gente que vive acá tiene vidas cómodas, tranquilas, felices, que puede ganar bastante plata.

–¿De dónde lo sacaste?

–Gente que me lo había contado. Y alguna vez lo ví en la televisión, en mi pueblo, en la plaza. Ahí se ve que la gente de Dacca vive bien.

–¿Y seguís pensando lo mismo?

–Claro. Estoy teniendo una vida feliz y próspera, así que me voy a quedar acá.

Acá es su pieza de dos por tres –chapas y palmas– sin ningún mueble: nada. Mohamed es flaco, fibroso, cara de guerrero bengalí: un tigrecillo de Sandokán en el lugar equivocado. Asma tiene una sonrisa amable, plácida. Y alrededor revolotean sus tres chicos, todos en la pieza. Mohamed trabaja pedaleando un rickshaw: un triciclo que lleva uno, dos, cuatro pasajeros.

–¿Qué es lo peor del trabajo del rickshaw?

–Lo peor es que es muy muy cansador. Es lo más cansador que hice en mi vida.

–¿Cuánto ganás por día?

–Y, según los días. Puede ser 200, puede ser hasta 400 takas.

Que son casi cinco dólares. Le pregunto qué es lo bueno de trabajar un rickshaw.

–Nada. Pero no tengo plata ni conozco a nadie; por ahora es lo único que puedo hacer. Igual yo siempre quise estar en Dacca, así que ahora estar acá me hace sentir feliz. Pero es verdad que en mi pueblo siempre tenía algo para comer. En cambio acá si no puedo trabajar no como. Ahora hace dos días que no me siento bien y no puedo ir a trabajar, ya nos quedamos sin comida. Eso no es tan agradable.

Es la zozobra de buscarse la vida cada día. La ecuación es muy simple: no hay reservas. Si hoy consigue plata, su familia y él comen; si no, no. La famosa seguridad no existe: hay que salir y ver, y puede ser y puede no ser. Y su mujer asiente y después tiene que salir para llevar a un hijo a hacer pis afuera y entonces, en voz baja, como para que no lo oiga, Mohamed dice que a veces se le hace muy pesado, que la responsabilidad es muy pesada, que saber que si él no trae ninguno de los suyos come es muy pesado, que a veces sabés qué.

–No, no sé.

–A veces creo que sería mejor ser una mujer.

Dice y alza las cejas, como si se asustara de sus propias palabras. Nos miramos, yo no sé qué decirle. Asma vuelve con el nene y dice que si estamos hablando de no tener comida deberíamos callarnos, si no nos da vergüenza.

–De esas cosas no se habla. ¿Para qué vamos a hablar? Ya bastante tenemos con lo que nos pasa.

Unas son chozas de paredes de lata, techo de palma, suelo de tablones desparejos, sostenidas apenas por unas cañas de bambú muy largas enterradas en el pantano tres metros más abajo. Sus habitantes viven, más allá de metáforas malas, en equilibrio tan precario: para salir de sus casillas, para cocinar, para lavarse, caminan por puentecitos hechos de tres o cuatro bambús -y abajo el agua negra, hedionda: el olor de sus vidas.

Otras son como conventillos, solares, inquilinatos degradados: veinte o treinta cuartos precarios amontonados alrededor de un par de patios, unas hornallas y una letrina y una bomba de agua. En cada cuarto hay una cama que lo ocupa todo, sin colchón –una tela sucia sobre tablas–, las paredes de chapa con agujeros grandes como gallinas, trapos colgando, alguna cacerola, un par de ropas rotas. Es difícil tener -haber, poseer, ser propietario de- menos que esto.

Momtaz está indignada porque ayer tuvo que llevar a un hospital a su hijo de dos años que se había cortado un dedo con un cuchillo y sangraba sin parar, y le pusieron ocho puntos pero cuando se quiso ir no la dejaron porque no tenía con qué pagar el tratamiento. Eran 1000 takas –poco más de 10 dólares– y la retuvieron varias horas, dice, con una mezcla de horror y vergüenza en la cara todavía. No la dejaban salir, estaba como presa, dice, y sus hijos en la casa solos, sin nadie que los cuidara y les cocinara algo, y el arroz a punto de acabarse y esos señores que la tenían como presa. O más bien presa, dice: presa. Fueron horas horribles; al fin una tía consiguió la plata y fue a buscarla. Ahora Momtaz no sabe cómo va a devolverla:

–Con esa plata nosotros comemos diez, quince días. Yo no puedo dejar de comer todo ese tiempo para pagarla.

Dice, y lo dice en un tono monocorde, como sin emoción -que es la emoción más bruta.

–No sé qué hacer, estoy desesperada.

Momtaz estaba sola: su esposo se fue al pueblo hace unos días porque se sentía enfermo y quería descansar: el rickshaw, dijo, lo estaba matando. Le dejó quince kilos de arroz y la promesa de que volvía en unos días, pero el arroz ya se está terminando. Momtaz no se acuerda cuándo fue que se casó ni cuándo vino –con su marido– de su pueblo: Momtaz se acuerda de muy poco, sigue hablando del desastre de ayer, de la deuda, del arroz que se acaba.

–¿Te parece que tu vida va a mejorar?

–No sé. Ya veremos más adelante.

Momtaz es flaca, chiquitita, los ojos como velados, arrugas de otra edad: formas de la tristeza.

–¿Qué podrías hacer para mejorarla?

–No sé, ahora yo no puedo hacer nada para mejorarla. Pero cuando mis hijos sean mayores voy a poder trabajar y ganar un poco más de plata.

Que sus chicos la mantengan cuando crezcan, que ojalá pudieran ir a la escuela, que si consiguieran la plata para los libros podrían mandarlos a la escuela. Los chicos parecen todos parejamente chicos, como si tuvieran una misma edad; en realidad tienen problemas serios de desarrollo por falta de alimentación. Son de esos chicos que no tienen chances: crecerán poco, con la inteligencia probablemente disminuida por esa carencia –y serán, con suerte, mano de obra bruta y muy barata.

–Pero lo que quiero para ellos es que tengan una vida tranquila, que tengan un futuro. No como mi vida, que está llena de miserias, siempre hay algo…

Le pregunto por qué tiene que vivir así, de quién es la culpa; Momtaz me mira como si la pregunta fuera demasiado difícil o brutal o superflua, vaya a saber, y se calla la boca. Un hijo le manotea la cara; Momtaz le aparta la mano, casi violenta. Después habla:

–La culpa es mía.

La culpa es suya, dice, porque tuvo demasiados hijos. Que tendría que haberse controlado, que se lo dijeron tarde, que si hubiera sabido antes, que si hubiera tenido solo dos hijos todo sería distinto; que todo sería distinto, dice, compungida. Que la culpa es suya, dice, insiste.

Hay discursos que son, por decirlo de una manera fina, un gran tarro de mierda.

 

 

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