29 de marzo de 2024 11:27 AM

Escribideras

Abel Ibarra

 

Jorge Luis Borges, además de ser una de las más grandes figuras de la literatura universal, fue un maestro de la paradoja y un mago de la ironía poética realizada con la más cáustica mala leche.

Recientemente me puse a revisar en Youtube algunas entrevistas que realizó Joaquín Soler Serrano a escritores que han grabado con fuego (o con agua rocosa) su nombre en la historia y, en una de ellas, le preguntó al  argentino acerca de los libros que había leído recientemente (hace más de veinticinco años).

“Cien Años de Soledad”, respondió Borges y agregó que era uno de laAbel Ibarras novelas más importantes del siglo.

“Y entre los poetas jóvenes quién cree usted que está a la vanguardia repreguntó Soler, a lo que Borges respondió con automatismo psíquico (ese cognomento que según los surrealistas determina que “el pensamiento se hace en la boca”): “yo creo que Virgilio es un joven que promete mucho”. Fino ¿no?.

Entre muchas otras de sus hipérboles corrosivas, la que da inicio a su Historia Universal de la infamia, resulta de un atrevimiento subversivo de las buenas costumbres y un alegato contra lo políticamente correcto.

El planteo, como le gusta decir a los argentinos, es de un torniquete verbal y conceptual avasallante, cuando dice que el padre De las Casas sintió lástima de “los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”.

Aparte del sarcasmo que hay en la paradoja trágica, Borges da cuenta de los efectos gnoseológicos (digamos que culturales) que implicó la esclavitud de mano de obra negra, entre otros, la existencia del blues en América, “el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión”, para continuar con una lista de eventos que no excluye el napoleonismo de Toussaint Loverture, ni al “moreno” (escribe irónicamente) que le dio muerte a Martín Fierro, para terminar clavando el dedo en la llaga de Cuba (como si la pobre isla no hubiera tenido suficiente con su expediente de barbarie) a la “deplorable rumba El Manisero”.

La rumba en cuestión ha contado con infinidad de versiones que varían el estribillo de una letra no muy elegante que digamos, pero que tiene la simpatía epidérmica de los vendedores que voceaban por las calles el producto, digo, cuando lo había en Cuba.

“Maníiii”, comienza el rumbero secundado por la sordina de una trompeta que importó los stacattos de Stravinsky hacia estas costas huracanadas y, de inmediato, lanza la propuesta que disgusta a Borges:

“Si te quieres por el pico divertir, cómete un cucu(rru)chito de maní”, y alterna con las voces del coro que cambia según la versión de “Maníiii” a otra más libérrima de “Me voyyyy”.

La evocación me devolvió seis años en la memoria, cuando me vine a vivir a Tampa y entré más plenamente en el inglés que tanto le gustaba a Borges y le impulsó a decir que “El Quijote” sería mejor de haber sido escrito en ese idioma.

Ahora, doy marcha atrás para regresar a la “sagüesera” cubana de Miami, ese requiebro caribeño extraído a trompicones del anglosajón “southwest”, donde abundan los prósperos maníes, para seguir leyendo la escritura ferruginosa de Jorge Luis Borges.  

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