19 de abril de 2024 11:41 PM

El impacto de las decisiones tomadas por EE. UU. después del 11-S

NY antes y despuésROGER F. NORIEGA

Después de la caída del Muro de Berlín, había una oportunidad para que las superpotencias y otras naciones comenzaran a relacionarse entre sí con un nuevo sentido de empatía. Infortunadamente, los ataques del 11-S mostraron que aunque Estados Unidos no necesariamente se quedó solo, sí se quedó aparte.  

Los terribles eventos del 11-S les recordaron a mis compatriotas que Estados Unidos es un país que los enemigos sabrían encontrar, ya sea que vayamos a buscarlos o no. Extremistas de docenas de países no se despiertan cada mañana para maquinar planes en Argentina, Barbados o Colombia. Estados Unidos sigue siendo el máximo blanco de extremistas nihilistas, que distorsionan la religión como una justificación para asesinar a mujeres y hombres inocentes. Podemos tratar de comportarnos como si ese no fuera el caso, pero esa clase de autoengaño puede poner en riesgo la vida de inocentes ciudadanos de EE. UU.

Recuerdo ver los ataques del 11-S en las pantallas de televisión de un centro de convenciones en Lima (Perú), donde delgados de todo el continente se reunieron para firmar la Carta Democrática Interamericana. Fue un momento traumático para todos los allí reunidos, y noté simpatía genuina en sus ojos en ese momento. En 10 días, los firmantes del denominado Tratado de Río invocaron la figura de la defensa mutua en ese acuerdo para declarar que un ataque contra uno es un ataque contra todos. Fue movidos por un sincero sentido de solidaridad que, en los meses siguientes, gobiernos de toda la región se unieron para aprobar una serie de medidas antiterrorismo que les negaban a los terroristas los medios para montar ataques similares contra cualquier Estado del hemisferio.

Con subsiguientes ataques en Bali, Madrid y Londres, se hizo claro que esa violencia podía ocurrir en otros países. Pero, que no quede duda, Estados Unidos es el blanco principal. Somos el país que jamás puede bajar la guardia ante estos extremistas. Fue esa la base de nuestras decisiones de entrar a Afganistán y a Irak.

La decisión de entregar un ultimátum a los líderes talibanes en Kabul y de luego atacar en Afganistán fue aceptada por la mayoría de países como una respuesta razonable y justificada. Con respecto a Irak, solo un puñado de países americanos apoyaron la decisión basada en resoluciones de Naciones Unidas, en solidaridad con Estados Unidos. No debe sorprender que los países más impactados por el terrorismo -incluyendo a Colombia y El Salvador- estuvieran entre nuestros aliados en los primeros días de ese conflicto. Sin embargo, es importante recordar que amigos muy cercanos en Canadá, Chile y México usaron sus votos en el Consejo de Seguridad para oponerse a la decisión de sacar del poder a Saddam Hussein en Irak. Su oposición, aumentada unos años después por nuestra decisión de continuar la, por entonces, complicada misión en Irak, creó una brecha entre Estados Unidos y muchos de nuestros vecinos y amigos, que permanece hasta hoy.

Aunque comprendo perfectamente las decisiones cruciales que tuvo que tomar George W. Bush como presidente en tiempos de guerra, una frase dramática que buscaba unir al mundo después del 11-S tuvo consecuencias no deliberadas. “O están con nosotros o están con los terroristas”, dijo, en un discurso ante el Congreso, el 21 de septiembre del 2001.

Quizá su mensaje iba dirigido a los Estados en la primera línea de guerra, como Pakistán, que jugaba doble dando refugio a los terroristas mientras pretendía ser nuestro amigo. No obstante, esa sentencia dio la impresión de imponer los valores y juicios de nuestro Presidente a estados soberanos que solo debían rendir cuentas a su pueblo, no a Washington. Ni siquiera los países más afines podían hacer eso. Fue entonces cuando comenzamos a distanciarnos.

A medida que la guerra en Irak se iba enredando y las políticas del presidente Bush recibían críticas fulminantes en Estados Unidos, los gobiernos extranjeros se sentían satisfechos de guardar distancia. Algunos líderes valoraban sus relaciones con Bush, pero los lazos bilaterales se mantenían por transacciones y no por algún sentido de propósito común.

Hugo Chávez aprovechó la oportunidad para sembrar la división y su agenda antiestadounidense. Para finales de su segundo periodo, Bush no tenía muchas ganas de confrontar a Chávez, y el equipo del presidente Obama se ha hecho el de la vista gorda con Caracas y sus relaciones peligrosas. La falta de atención a la región se ha prestado para problemáticas alianzas del régimen de Chávez con narcotraficantes, con terroristas de Oriente Próximo y con Irán, lo que constituye una amenaza grave y creciente.

El derrumbe financiero global, dos costosas guerras y el despilfarro de parte de ambos partidos en Estados Unidos son factores que han contribuido a nuestras aflicciones económicas y a la crisis fiscal.

Los atacantes del 11-S esperaban que pagáramos un precio muy alto esa mañana de septiembre. Y lo hicimos. Sin embargo, no nos doblegamos ante las demandas de los terroristas. En vez de eso, hemos dado duros golpes para desmantelar a Al Qaeda, lo que se demostró con la muerte de Osama Bin Laden y sus principales lugartenientes. Como resultado, somos mucho menos vulnerables a la amenaza del extremismo islámico de lo que éramos hace una década. Pero ahora afrontamos un nuevo conjunto de amenazas para nuestro bienestar interno y para nuestra credibilidad como nación, y son amenazas creadas por nosotros mismos.

Más aun, en nuestra ferviente autodefensa, hemos tomado decisiones que han ampliado la brecha entre nosotros y algunos de nuestros aliados naturales, vecinos y compañeros. Debemos reconocer las diferencias y decidir cómo sobreponernos a ellas para seguir adelante, una vez más, con nuestros aliados en las Américas.

Es justo decir que la amenaza interna que representa para los Estados Unidos la irresponsabilidad fiscal, el estancamiento económico y el desempleo supera de lejos el reto del terrorismo internacional. No podemos bajar la guardia contra el terrorismo, pero ahora debemos poner nuestra casa en orden para controlar el gasto del Gobierno, para estimular el crecimiento económico y la creación de empleo, así como para restaurar el sentido de solidaridad, como alguna vez lo pidió Abraham Lincoln, entre nosotros y con todas las naciones.

Lograr todo esto puede resultar más difícil que destruir a Al Qaeda. Pero, si fallamos en estas tareas, los ataques del 11-S continuarán cobrando, indirectamente, un precio muy alto.

 

 

 

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